viernes, 16 de julio de 2010

LA VIRGEN MARÍA, MADRE DE LA ESPERANZA

En 1995 los obispos españoles, a través de un documento de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe se dirigían a todos los cristianos con estas palabras: “Sentimos la urgencia y el gozo de recordar hoy a los cristianos de nuestros pueblos y ciudades -como el apóstol Pablo a los de Corinto- la luminosa esperanza que brota de la fe en Jesucristo resucitado. Si esta esperanza se oscureciera o se disipara, ya no podríamos llamarnos de verdad cristianos; y perderíamos el sabor que nos convierte en sal para una tierra amenazada de insipidez y de falta de sentido verdaderamente humano para vivir”[1]

Ya han pasado casi quince años y sin embargo parece que estas palabras van dirigidas a los cristianos de hoy. Sigue siendo urgente que el cristiano es, ante todo, un hombre de esperanza.

Curiosamente hace poco, en el año 2007, nuestro Papa Benedicto XVI ha vuelto a insistir en esta virtud teologal en su segunda carta encíclica Spe salvi. No podemos olvidar esta esperanza que se nos ha dado “gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino”[2]

En ambos documentos queda patente que el hombre vive de diferente manera cuando tiene esperanza. Podríamos decir que la vida se vive de otra manera, con otro estilo, con un mayor ímpetu. La vida pierde color,  y el camino se hace fatigoso cuando no hay una esperanza que la anima. Con cuánta razón la sabiduría popular insiste en que lo último que se pierde es la esperanza. Cuando esto ocurre la vida deja incluso de tener un sentido.

Pero ¿por qué la esperanza cristiana es una esperanza cierta, una esperanza firme, una esperanza que transforma? Nuestra esperanza se apoya en un encuentro particular: el encuentro con el Dios vivo manifestado en Jesucristo.


La experiencia humana de la esperanza puede quizá ayudarnos a entender mejor la estructura profunda de la esperanza cristiana. ¿En quién ponemos nuestra esperanza? Fundamentalmente en aquellos que nos han manifestado su amor. Confiamos y esperamos en las personas que sabemos que nos quieren, de los que nada tememos. Nosotros esperamos en el Dios revelado por Jesucristo, porque como dice San Juan: “ Él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados: en esto está el amor” (1 Jn 4, 10).

La esperanza brota del amor. La esperanza cristiana nace del amor absoluto e incondicionado de Dios que nos hace afirmar con certeza absoluta, como San Pablo: “Ni muerte, ni vida, ni ángeles ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8, 38-39). En la medida en que profundizamos en el amor a Dios, se hace más firme la certeza de la esperanza, “su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es “realmente” vida”[3]

Y por esto podemos decir que nuestra Madre, la Virgen Santísima, que tanto amó a Dios, y a su Hijo enviado por nuestra salvación, también espero en demasía. Más aún, Ella esperó contra toda esperanza.

Ya desde las primeras páginas del Evangelio, María vive de la fe y de la esperanza. Cuando el ángel Gabriel le anunció que de su vientre virginal iba a nacer el Salvador, Ella no entendía cómo podía ser eso, pero creyó firmemente y aceptó la voluntad de Dios, y “concibió creyendo y alimentó esperando al Hijo del hombre, anunciado por los profetas” ( cf.  Misas de la Virgen María, prefacio de La Virgen María, Madre de la Santa Esperanza).

Cuando Jesús nació en Belén, María miraba con ternura a su hijo pobre, envuelto en pañales, acostado en un pesebre, sin ningún aspecto de ser rey o mesías. Las evidencias le mostraban un niño normal, sin embargo María creía y esperaba en las palabras del anuncio. Y siguió creyendo que Él era el Mesías prometido en su vida pública, entre grandes curaciones y milagros, pero también entre fatigas y cansancios. Externamente María seguía viendo al hombre de siempre: su hijo pobre, con aspecto de campesino, pero su esperanza en el Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob le mostraba al Mesías esperado.


Pero es quizá al pie de la cruz donde María muestra la profundidad y solidez de su esperanza, al aceptar que su Hijo muera, al privarse de Él por la humanidad. Jamás hubiera podido imaginarse el tormento de ser madre y de tener que abandonarlo en manos de los hombres para que el amor de Dios se manifestara en Él; jamás habría pensado en tener que aceptar que el amor de Dios por los hombres fuera tan grande que conllevara la muerte de su Hijo y tanto sufrimiento para Ella.

Pero María se ha dado a Dios y a Jesús. María aprende al pie de la cruz que el amor de Dios por la humanidad es infinito, y que Ella es también su expresión. Ahora es cuando entiende plenamente las palabras del ángel, de la misión que se le encomendó, y lo que dolía esa espada que le traspasaría el corazón, anunciada tiempo atrás por el anciano Simeón.

En esa noche oscura del Gólgota, la esperanza de María no se apagó, porque era inmenso el amor hacia su Hijo, era profundo y verdadero su amor a Dios. Sirvan de meditación y de oración las palabras con las que el Papa Benedicto XVI insiste en la esperanza firme de la Virgen María: “A partir de la cruz te convertiste en madre de una manera nueva: madre de todos los que quieren creer en tu Hijo Jesús y seguirlo. La espada del dolor traspasó tu corazón. ¿Habría muerto la esperanza? ¿Se había quedado el mundo definitivamente sin luz, la vida sin meta? Probablemente habrás escuchado de nuevo en tu interior en aquella hora la palabra del ángel, con la cual respondió a tu temor en el momento de la anunciación: “No temas, María” (Lc 1, 30). ¡Cuántas veces el Señor, tu Hijo, dijo lo mismo a sus discípulos: no temáis! En la noche del Gólgota, oíste una vez más esta palabras en tu corazón. A sus discípulos, antes de la hora de la traición, Él les dijo: “Tened valor: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). “No tiemble vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14,27). “No temas, María”. En la hora de Nazaret el ángel también te dijo: “Su reino no tendrá fin” (Lc 1, 33) ¿Acaso había terminado antes de empezar? No, junto a la cruz, según las palabras de Jesús mismo, te convertiste en madre de los creyentes. Con esta fe, que en la oscuridad del Sábado Santo fue también certeza de la esperanza, te has ido a encontrar con la mañana de Pascua”[4].

Al considerar la función de la santísima Virgen en la historia de la salvación, la Iglesia la llama con buen motivo “esperanza nuestra” (Ant fin “Dios te salve, Reina y Madre”; Him Ld 8 de diciembre) y “madre de la esperanza” (cf. Him Of lect latino 21 de noviembre; cf. Si 24, 24), porque habiendo subido al cielo, “precede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo” (LG 68).

Y a Ella nos dirigimos constantemente en nuestras oraciones, confiados en su consuelo y fortaleza, quizá en los mismos términos con que el Papa Benedicto XVI concluye su encíclica sobre la esperanza: “Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino”[5]. Amén.

Alberto Pelegrina Morales
Párroco de La Concepción de Albox


[1] COMISIÓN EPISCOPAL PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Esperamos la resurrección y la vida eterna, Edice, Madrid 1995, p. 3.
[2] Spe salvi, San Pablo, Madrid 2007, p. 7
[3] Ibíd., p. 59.
[4] Ibid.. p. 92-93.
[5] Ibid. p. 94.