viernes, 16 de julio de 2010

MARÍA, MODELO DE CARIDAD

Para la Iglesia, nos recuerda el Papa Benedicto XVI en la encíclica Caritas in Veritatis, la caridad lo es todo, ya que, como dice San Juan (1 Jn 4,8.16), Dios es amor (n.2). Ciertamente, todo proviene del amor de Dios, todo tiende hacia su amor y, por este amor, reflejado en nuestras vidas, van a reconocer que somos sus discípulos. Y continúa el papa diciendo que cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él para realizarlo plenamente. Son estas reflexiones que han encontrado su plasmación en la vida de tantos santos y santas de la Iglesia, que han hecho de sus vidas un testimonio de amor. Pero sin duda María, la Virgen Madre de Dios se convierte en el gran modelo de caridad para los cristianos. Ella es el espejo de santidad donde vernos reflejados ya que Ella nos enseña que es el amor, donde tiene su origen y su fuerza siempre nueva.

El Evangelio de San Lucas nos la acerca atareada en un servicio de caridad a su prima Isabel (Lc 1, 39-43) En el Magnificat, María se presenta como  la “esclava”, la sierva del Señor, aquella que participará de una manera privilegiada de la gran liberación de Dios en favor de los hombres: la encarnación, la muerte y la Resu­rrección de Jesús.

Los escritos sapienciales, y especialmente los salmos, nos muestran el amor delicado del Señor en favor de su pueblo y de cada israelita en concreto (Sal 89,11; 103,17; 111,9). María, recogiendo la plegaria del Salterio nos recuerda: "...su misericordia llega a sus fieles de generación en generación". El libro de Job (Job 5,11) comenta la proximidad de Dios al sufrimiento de los doloridos, y a los que buscan a Dios sincera­mente. Samuel describirá la ayuda constante del Señor a los humildes, los débiles, los que se acercan a Dios como refugio segu­ro (1 Sam 1,11; 2,1-10). El Magnificat recoge, en su texto, la referen­cia a estos libros. Y al igual que con Israel, Dios ha centrado su atención en la humildad de María, su sierva.

En el corazón de María late la experiencia del Altísimo descrita en el Antiguo Testamento: el Señor libera. Dios conoce nuestros límites, pero incluso con nuestros límites -si nos dejamos poseer por el Señor- Dios es capaz de hacer grandes maravillas. Dios se deja encontrar por todos aquellos que lo buscan sinceramente. El Señor está cerca de los que padecen. Dios guarda nuestra vida y es siempre fiel a sus promesas. La maravilla que Dios realiza en nuestra vida consiste en hacernos siervos suyos. Nos invita a participar de su misma vida de amor y eternidad. La vocación cristiana -como la de María-­ consiste en dejarse amar profundamente por el Señor. Dios nos ama tal como somos, y desde nuestros límites nos hace hombres nuevos mediante su Palabra. Únicamente desde la certeza de sen­tirnos amados por Dios, podemos engendrar a Jesús en el mundo que nos ha tocado vivir, para la salvación de todos los hombres.

Y desde esta experiencia de amor de Dios, María “se pone en camino” para servir. En la visitación descubrimos este momento de la vida de la Virgen María. Cuando se entera de que va a ser la Madre de Dios no se queda contemplándose a sí misma, no permanece ensimismada en el don que ha recibido, como si fuera sólo para Ella, sino que ante la noticia del embarazo de su prima Isabel se pone en camino para ayudarla. Este es el gran mensaje de este episodio de la vida de María: no piensa en sí misma, sino en el otro. Es el camino del amor. En este camino que es la visitación vamos a ver las notas esenciales o las características que configuran a la persona que se deja guiar por Dios y se pone a amar.

1.- Hay que amar en el momento oportuno. ¿Qué quiero decir con esta afirmación? El amor es algo concreto que se manifiesta en el momento oportuno. “En aquellos días”. No hay que esperar otras oportunidades y dejar pasar las que Dios me presenta. Cuando tenemos dentro a Dios como María, sabemos contemplar cualquier necesidad como el momento oportuno. Amar al otro no es hacer cosas sin más, sino afinar el alma para hacer las cosas “según su palabra”.

En nuestra vida, una de las cosas que más necesitamos es la delicadeza que nace de estar enraizados en Dios. A veces estamos tan ocupados en nuestras tareas y tan ensimismados en nuestro mundo que no sabemos descubrir el tiempo oportuno. La Virgen María, desde la anunciación, desde su “si incondicional”, ya no se siente dueña de sí misma, sino esclava de otro, de Dios. En la visitación comienza a actuar no siguiendo su pensamiento sino el de Dios, que habita dentro de Ella.

2.- Amar es ponerse en movimiento. Dice Lucas que “se levantó”. No permanece indiferente. Amar significa moverse, ponerse de pie, dejar la comodidad o la justificación de lo que estamos haciendo. Requiere el esfuerzo para ir hacia el otro y no que el otro venga hacia mi. Levantarse significa dejar no solo una ocupación, sino un lugar, una mentalidad, una forma de ver las cosas. Levantarse es dejar nuestras propias convicciones para verlas desde otra perspectiva. María se levantó para ponerse en camino: sale de su mundo por amor.

3.- Amar en seguida. La Virgen se puso en camino con prontitud. No se puso a reflexionar si eso entraba en sus planes. Esto es posible cuando estamos desprendidos y disponibles, cuando tenemos las maletas siempre preparadas para el viaje. Y Ella se puso en camino “a la montaña”. No es un camino fácil el que emprende, sino lento y dificultoso. El camino del amor es así, no es fácil, sino montañoso, en el que encontramos dificultades tanto en nosotros mismos como en las personas con las que nos relacionamos.

Cuando sabemos que hemos de comenzar un camino, la primera tentación que nos asalta es la pereza y la comodidad. Pensar que ya hacemos bastante con lo que tenemos entre manos para complicarnos más. Por eso, amar es un arte. No se trata solo de hacer cosas sin más. E igualmente hemos amar de puntillas, sin hacer mucho ruido, para que la mirada no recaiga sobre nosotros. Para amar hay que ponerse en lugar del otro, en su situación. Como dice el evangelio, hay que entrar en su casa, en su vida. No es cuestión de hacer una buena obra de caridad y después volver a mi casa con la conciencia tranquila. María saluda a Isabel y le hace ver que esta allí para ponerse a su disposición.

A veces la sociedad que nos rodea, con todos sus atractivos y comodidades, nos lleva a distraernos de lo que el hermano espera de nosotros. Ciertamente, ante tanto ruido e indiferencia, si le preguntásemos a Jesús que sería lo más necesario e importante, volvería a repetirnos lo que le dijo un día a aquel doctor de la ley “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con todo tu ser…y otro semejante a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 37-39). Y así, el hermano se convierte en parte de nuestro camino obligado hacia Dios. Es imposible recorrer el camino de la fe, sin pasar y detenernos ante el prójimo.

4.- El fruto del amor: el encuentro del otro con Dios. Y es que cuando amamos así, no nos limitamos solo a prestar una ayuda, sino que Dios se hace presente y se manifiesta. Cuando amamos desde Dios, Él se manifiesta y toca el corazón de las personas. Isabel no le dice a María “¡Que buena eres por haber venido a ayudarme!”. Sino que descubre que María es un don para ella que le lleva a descubrir a Jesús.

Cuando amamos Dios se hace presente, y las personas lo saben reconocer en los actos concretos que realizamos. Si vivimos así, hasta la acción más pequeña puede ser para quien nos rodea el momento de su encuentro con Dios. Dedicamos tiempo, energías y muchas cosas a realizar nuestros planes y proyectos pastorales, y no siempre son tan fecundos. Pero por otra parte tenemos la experiencia de que un gesto sencillo y desinteresado por una persona puede ser un momento de luz divina para el otro.

Esta debe ser nuestra misión en el mundo: que las personas se encuentren con Dios porque lo ven en nosotros, en nuestra forma de movernos, de actuar y de pensar. Una persona llena de Dios, como María, va dejando por donde pasa esa huella de las cosas divinas. Deberíamos preguntarnos si nuestras acciones tienen un toque de sobrenaturalidad o son un hacer rutinario, sin alma. Una vida en el amor es una vida en la que dejamos que Dios siga amando en nosotros: somos sus brazos, su presencia en el mundo.

Y el secreto de la presencia de Dios en María es su humildad y su fe en las palabras que Dios le había dicho. Así María puede contar su experiencia de Dios, lo que Dios ha hecho con Ella: el Magnificat. Con ello nos da una enseñanza sobre nuestro modo de evangelizar: nos enseña cuando hay que hablar de Dios y como hay que hablar de Dios. Sale de su propia experiencia y se pone a amar al primero que la necesita, su prima Isabel. Cuando Isabel reconoce en Ella la visita de Dios es cuando María habla de Dios. A veces creemos que las personas se van a encontrar con el Señor por el mero hecho de hablarles de Él. Pero la experiencia nos demuestra que no es así. Primero es necesario vivir y amar, y después la palabra. Y la Virgen nos enseña a hablar de Dios después de haber vivido, de haber amado.

La Virgen no hace una predicación sobre los misterios de Dios, no se centra en reflexiones, a veces poco comprensibles, sobre la esencia de Dios, sino que Ella cuenta lo que Dios ha hecho en su vida. Hablar de Dios para nosotros también debería ser cantar nuestro Magnificat, las maravillas que Dios ha realizado en nuestra vida y a través de nuestra vida.

Me gustaría terminar citando al Papa Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est (n. 41):

 «María es, en fin, una mujer que ama ¿cómo podría ser de otro modo? Como creyente que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama. Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y lo hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el periodo de la vida pública de Jesús, sabiendo que el hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de Jesús. Entonces, cuando los discípulos hayan huido, Ella permanecerá al pie de la cruz. Más tarde en Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a Ella en espera del Espíritu Santo»

Francisco Sáez Rozas
Cura Párroco de San Isidro de El Ejido
Licenciado en Teología Fundamental y Profesor del Seminario Diocesano