viernes, 16 de julio de 2010

MARÍA, MODELO DE LA IGLESIA


Quisiera ofrecer aquí en unas pocas proposiciones lo central de la doctrina del Concilio Vaticano II sobre la Virgen María, modelo de la Iglesia, siguiendo lo más de cerca posible la formulación del Capítulo VII de la constitución Lumen gentium titulada “La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia”.

El admirado y venerable Juan Pablo II hacia constante referencia en su predicación sobre la Virgen a este capítulo VII de la constitución conciliar denominándola con verdadero acierto como la “carta magna” de la mariología. Citemos sus palabras pronunciadas en audiencia general: “La Iglesia de nuestro tiempo, mediante el Concilio Vaticano II, ha hecho una síntesis de todo lo que había desarrollado durante las generaciones. El Capítulo VII de la Constitución dogmática Lumen gentium es, en cierto sentido, una «carta magna» de la mariología para nuestra época”. La razón que el sucesor de Pedro aduce es que María está presente de modo particular en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia y recuerda el título posconciliar de María “Madre de la Iglesia”,  como comenzó a llamarla Pablo VI”[1].

María, en efecto, Madre de la Iglesia es al mismo tiempo su modelo porque en Ella, en su vida, se ha realizado ya la Iglesia en su máxima perfección y esplendor. Ella ha sido transformada en Jesús, “hecha” Jesús. En Ella se ha cumplido la plenitud del Reino. En Ella todo es fidelidad, amor y armonía perfecta. Y, en consecuencia, María es el signo sin ambigüedad ni oscuridad alguna de la salvación, e instrumento perfecto de la salvación. Ella es ya, lo que la Iglesia pretende ser para ella misma y para los demás. Por eso, desde nuestra conciencia clara y humilde de pecado, la contemplamos y nos empeñamos en imitarla. “Mientras la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección en virtud de la cual  no tiene mancha ni arruga (Cf. Ef. 5,27) los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos”[2].

Tal es el misterio providente de Dios que la Iglesia, desde el Cenáculo y Pentecostés, se sabe como “profetizada”, “diseñada” por la figura y la acción de María. Y por eso se mira en Ella y quiere imitarla. Ella nos precede, anticipando ante nuestros ojos, como en un espejo, lo que será también el final de nuestro camino junto al Padre. Es nuestra adelantada. Asunta y glorificada, es signo y esperanza cierta del encuentro con el Padre. Y la Iglesia, pueblo de Dios todavía peregrinante, quiere imitarla, y sigue sus huellas mientras contempla su gloria ya conseguida[3]. De tal suerte esto es así que Iglesia quiere ser “virgen” como María, tanto en lo que se refiere a la limpieza de su cuerpo purificándose más y más de sus pecados como, y especialmente, en lo que se refiere a la entrega y consagración absoluta y a la amorosa y perseverante fidelidad a su esposo, Jesucristo[4].

Asimismo la Iglesia tiene vocación y quiere ser cada vez más “madre”. Como Ella engendra a multitud de hijos en todos los lugares y tiempos de la historia por la predicación fiel y auténtica de la palabra y por la fuerza de la Resurrección de Jesús que se hace admirablemente presente en el bautismo y alimenta y cuida en su crecimiento nutriéndoles con la Eucaristía, los demás sacramentos y la ayuda mutua y corresponsable en el seno vital de la comunidad.


En consecuencia la Iglesia, virgen y madre, quiere ser humildemente “fiel” al plan de Dios como María, escuchando al Espíritu y dejándose conducir dócilmente por Él recurriendo a la fecunda intercesión de la misma Virgen María porque sabe que según el plan de la salvación, Jesús siempre nace del Espíritu y del seno purísimo de la Virgen María[5]. La Iglesia, fiel a su vocación, quiere situarse ante todos los hombres en la misma “actitud maternal” de María, a fin de poder presentarles efectivamente aquel rostro amable y “maternal” de nuestro Padre Dios, que la convierte en signo transparente y en instrumento eficaz de la salvación[6].

La Virgen María es ejemplo y modelo excelente para todos los creyentes. En Ella, y con su colaboración libre y activa, Dios realizó su plan salvador en plenitud. De ahí que todos cuantos hemos recibido el don de la fe, debemos volver los ojos constantemente a Ella para “aprender” a creer a pesar de todas las dificultades, contradicciones y desánimos; para aprender la escucha y la docilidad sin límites a la voluntad del Padre; para aprender la humildad, la pobreza, la pequeñez y la opción decidida por lo débil y por los débiles; para aprender la inmolación, único camino de fecundidad para el Reino; para aprender, por último, la confianza ciega en Aquel que es el único y definitivo “Señor”[7].

A todos los lectores de estas letras, en especial a los hermanos y hermanas de la Hermandad de Nuestra Señora del Carmen con sede canónica en la parroquial de San Sebastián de nuestra ciudad de Almería, os deseo que la fiesta en honor de Santa María del Monte Carmelo y los actos de devoción que la preparan, sean motivo para amar más a Jesucristo poniendo en práctica las palabras de la Virgen a aquellos criados de Caná de Galilea, “haced lo que Él os diga”.

Manuel Pozo Oller
Vicario Episcopal

[1]. 2 mayo 1979
[2]. LG 65
[3]. Cf. LG 68
[4]. Cf. LG 64

[5] Cf. LG 63
[6] Cf. LG 63.64.65.
[7] Cf. LG 56.57.58